En el archivo de textos de AMP tengo varios para mí misteriosos, por cuanto desconozco dónde y cuándo fueron publicados. He aquí uno, titulado La ética ecologista. Salta a la vista el estilo gracioso y las ideas llenas de sentido común.

Si alguien conoce los datos de edición, le agradeceré que me lo comunique.

La ética ecologista

El movimiento ecológico es una de las pocas voces claras, más limpiamente sonoras, que hoy por hoy se pueden discernir en medio de la turbulenta algarabía denominada Postmodernidad. Naturalmente, afirmar la claridad y la limpieza de la mentalidad ecologista en sus tesis fundamentales no equivale a decir que en todas las circunstancias las opiniones de los ecologistas estén bien ajustadas a la realidad de los hechos. Los ecologistas son falibles, ni más ni menos que quienes no son ecologistas. Pero por debajo o por encima de eventuales errores, la mentalidad ecologista es afortunadamente postmoderna, y lo es con entero acierto por su diametral oposición a una de las utopías más sintomáticas del espíritu de la Modernidad. Esa utopía fue el sueño de un absoluto dominio humano de la Naturaleza en virtud de un progreso técnico necesariamente destinado a conquistar la felicidad para todos los hombres.

En esa utopía moderna no todo fue un puro sueño. Los hombres de nuestros días no estaríamos dispuestos a renunciar a la abrumadora mayor parte de las ventajas logradas con el progreso técnico, por más que reconozcamos, frente al ingenuo espíritu de la Modernidad, que no nos bastan para hacernos felices ni lo podrían conseguir aunque llegasen al más perfecto dominio del entorno material de nuestra vida.

Ni tampoco seríamos justos con el movimiento ecologista si no subrayásemos el hecho de que este movimiento es compatible con la ambición de un cierto dominio humano de la Naturaleza y con los avances de la técnica que lo hacen posible. Lo inequívocamente rechazado por la ortodoxia del ecologismo es que tengamos derecho –se sobreentiende, un derecho incondicionado- a deshacer y hacer en la Naturaleza todo cuanto nos plazca y, como quien dice, sin ningún miramiento. Formulado de una manera más concreta: para la mentalidad ecologista el dominio de la Naturaleza por el hombre no es auténticamente humano cuando nos perjudica, ni tampoco es un auténtico dominio, sino perversión o destrucción de la Naturaleza, cuando la corrompe o desvirtúa en su propia razón de ser como ámbito natural de nuestra vida.

La sensatez de los ecologistas es, en resolución, la de quienes intentan conservar, en las mejores condiciones humanamente posibles, la casa en la que tienen que vivir. En este sentido los ecologistas son, sin duda, prudentes conservadores, y los antiecologistas son, en cambio, unos insensatos progresistas.

El filósofo y Canciller inglés Francisco Bacon de Verulamio (1561-1626), autor del célebre dicho según el cual la poca ciencia nos aleja de Dios, mientras que la mucha nos acerca a Él, enseñaba que la Naturaleza no puede llegar a ser vencida sino por quien es obedecida, consistiendo el obedecerla en actuar de acuerdo con las propias leyes naturales, que aunque son accesibles a nuestro poder intelectivo no dependen de nuestra voluntad. ¿Qué pueden pensar de estas ideas los partidarios del movimiento ecológico? No creo que a ninguno de ellos le pueda parecer mal el dictamen de «obedecer» a la Naturaleza, pero el hablar de «vencerla» es muy probable, prácticamente seguro, que no le parezca bien. Vencer supone siempre un enemigo o al menos un adversario, y la Naturaleza dista mucho de ser necesariamente un adversario o un enemigo del hombre.

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No cabe poner en duda que el ámbito natural en que existimos nos es a veces hostil, y hasta mortalmente peligroso en determinadas ocasiones. Pero es el caso que mientras estamos en este pícaro mundo nos encontramos en la necesidad de vivir instalados en la Naturaleza, y esta necesidad lleva consigo la posibilidad y la exigencia de mantener relaciones esencialmente pacíficas con el entorno material de nuestra vida. Si por principio esas pacíficas relaciones fuesen realmente imposibles, el género humano habría ya desaparecido, o nunca habría llegado a aparecer.

Existimos en una simbiosis radical con la Naturaleza circundante. Mas ello resultaría incomprensible sin admitir que los hombres, además de tener una Naturaleza que nos afecta y envuelve, también tenemos un intrínseco modo natural de ser, una efectiva «intra-naturaleza» dotada de un coeficiente material, aunque no limitada a él. Si fuésemos solamente libertad, sin ninguna intrínseca naturaleza, según parecen creer los historicistas y con ellos los existencialistas, no podríamos recibir influjo alguno, ni perjudicial ni favorable, del ámbito material en que vivimos. Por eso nuestra simbiosis –todo lo accidentada que se quiera- con la Naturaleza circundante pone de manifiesto que también somos, y no sólo tenemos, una específica y propia naturaleza, donde lo personal y lo biográfico se articulan sustancialmente con lo impersonal y lo biológico que compartimos con los animales.

La mentalidad ecologista carecería por completo de sentido si su piedad con la Naturaleza no estuviese basada en el respeto a nuestra específica naturaleza, y no llegaría a alcanzar su completo sentido si en nuestro modo natural de ser no advirtiese otra cosa que su coeficiente material. En ninguno de esos dos casos podría ser una ética el ecologismo. Pero realmente el ecologismo es una ética. En primer lugar lo prueba el hecho de que admite deberes naturales, no provenientes del frágil y mudadizo arbitrio humano, del cual emanan las leyes cuyo único fundamento es la voluntad del gobernante (autocrático o democrático, pues los dos se igualan entre sí en la seudológica del positivismo jurídico). Claro está, sin embargo, que el ecologismo afirma la libertad, dado que los deberes son imposibles sin ella, pero no afirma una libertad incondicionada o absoluta, por la que el hombre estaría precisamente libre de deberes, de los naturales ante todo y, entre ellos, el de no corromper ni pervertir a la Naturaleza circundante.

Y es también una ética el ecologismo porque admite derechos naturales, independientes del arbitrio humano tantas veces inhumano o antihumano. Así se entiende que en la mentalidad ecologista se conciba como un derecho natural, aunque explícitamente no lo adjetive de ese modo, el derecho a descalificar públicamente las órdenes, o los permisos y autorizaciones, con que los gobernantes contribuyen, activa o pasivamente, a adulterar nuestro ámbito natural o a menoscabar su riqueza.

El ecologismo es una ética en la misma medida en que se opone a lo que lleva el signo de lo antinatural (cosa distinta de lo simplemente artificial) en su propia raíz. Por eso resultaría incoherente si se limitara a rechazar lo que va por esencia en detrimento de la Naturaleza circundante. ¿No es, por ejemplo, también antinatural en su raíz el aborto deliberado, por más que unas legislaciones positivas lo permitan en ciertas circunstancias o lo consientan en todas? Lo natural es dejar que el «nasciturus» nazca, porque a ello se orienta el embarazo cuando no sufre violencia. Lo único que daría justificación a esta violencia es que ya el embarazo fuese antinatural esencialmente, pero ello a su vez exigiría que esencialmente fuese antinatural todo embarazo y, por ende, todas sus causas.

El ecologismo no es toda la ética, pero es ética todo él. Entenderlo de otra manera, convirtiéndolo en una especie de romántico panteísmo, obligaría a oscurecer y a falsear su mensaje, que es tan claramente postmoderno como sencillamente lógico y natural. Bien es verdad que, según cuentan que dijo un gran torero andaluz, nada menos que el Guerra, «en este mundo tiene que habé jente pa tó». Por eso no hay que extrañarse demasiado de la indudable existencia de muy enardecidos abortistas que son también resueltos partidarios del más extremoso ecologismo.