Uno de los artículos más llamativos de Léxico filosófico es el dedicado al «Entendimiento humano». En general, este libro tiene un estilo didáctico. Millán-Puelles no sólo explica el conjunto de la filosofía, madurada con los años, a partir de Fundamentos de filosofía, libro que actualiza y prolonga. Hay numerosos pasajes de Léxico filosófico en los que se nota la experiencia del profesor que se ha esforzado durante muchos cursos por encontrar ejemplos y expresiones claras para mostrar las viejas ideas del realismo. Uno de ellos es la primera parte del artículo aludido.

Considerado el asunto asimismo desde el punto de vista doctrinal, el artículo «Entendimiento humano» es particularmente importante. Se trata sobre todo de mostrar la especificidad de esta facultad y distinguirla con nitidez del conocimiento sensorial. Es que ello tiene graves consecuencias. Una de ellas es la de posibilitar fundamentar con rigor la dignidad exclusiva de la persona humana. Otra es la de abrir el camino para reconocer con argumentos filosóficos la inmortalidad del alma humana. Quizás haya más. Del interés de Millán-Puelles por las dos mencionadas implicaciones hay pruebas más que suficientes en varios libros, como Persona humana y justicia socialLa inmortalidad del alma humana y numerosos artículos de la primera parte de Sobre el hombre y la sociedad, por lo menos.

El artículo comienza con el intento de mostrar, de hacer ver al lector, la diferencia entre el conocimiento sensorial y el intelectual, sin pasar primero por la definición canónica. Y se dedica a ello con dos bloques de texto, separados por asteriscos. En Fundamentos de filosofía se desarrolla esta cuestión (en OC, t. II, pp. 259-262) de una manera sistemática, y que se dirige de inmediato a establecer, con algunas explicaciones, el objeto formal del entendimiento humano: «el ente en cuanto ente», de acuerdo con Aristóteles y S. Tomás. Léxico, por el contrario, parece preferir, al menos al comienzo, un desarrollo didáctico.

El modo como Millán-Puelles lo hace es presentando ejemplos en los que se puede vivir o experimentar la diferencia entre sentir y entender. Hay uno inicial, que recibe una atención más detallada y extensa, y otros tres después. La concatenación de los cuatro casos permite al lector ir progresando en la conciencia reflexiva de aquella diferencia. En esta entrada me limitaré a comentar el primero.

Si de una cosa que vemos preguntamos qué es, no se nos debe responder diciendo que ya lo estamos captando en la visión de esa cosa. Pues la cosa efectivamente ya la vemos, pero lo que queremos conocer no se reduce a lo que así está dado. La pregunta que hacíamos, y que aún no ha tenido ninguna contestación, se refiere al «qué» (que no vemos) de esa cosa (que vemos). La situación en la que entonces estamos contiene un conocimiento -nuestra visión de esa cosa- y un desconocimiento -el de aquello en lo que consiste eso que vemos y a lo cual nuestra pregunta se refiere-. Para expresar a la vez lo positivo y lo negativo del caso de que se trata decimos, en relación a una y la misma cosa, que la vemos pero no la entendemos. Así, pues, distinguimos entre ver y entender como dos hechos irreductibles entre sí, aunque ambos puedan versar sobre uno y el mismo dato. (OC, t. VII, p. 252).

El comienzo del artículo pone a consideración una experiencia corriente y muy común, que cualquiera ha podido vivir. Lo que importa del caso es que, dada la combinación experimentada entre un sí conocer y un no conocer, entre un saber visual y un ignorar conceptual, salta a la «vista» entonces lo que de ordinario queda implícito, a saber, la diferencia entre sentir y entender. En la vivencia consta un sentir y se echa en falta un entender.

Permítaseme añadir algunas observaciones complementarias.

  1. La experiencia aquí descrita con palabras corrientes y asequibles no se reduce a un puro juego de palabras. Se limita a tomar los términos en su significado ordinario, tales como los toma cualquier persona. No se usa terminología técnica alguna. Cabría esperar, por ejemplo, que se empleara la voz «esencia» para referirse a los «qué» de las cosas, y sin embargo se mantiene en esa insistente sustantivación del «qué». No emplea «esencia» en todo el artículo, salvo en su significado común.
  2. Aunque el autor no lo dice, la vivencia referida ya es una vivencia intelectual. Es claro que la vista no solamente no se ve a sí misma, sino que tampoco ve la ignorancia de la inteligencia, ni su diferencia con ella. Sucede, pues, que el ejemplo no constituye un terreno «neutral» respecto de la vista y del entendimiento, que no sea ni lo uno ni lo otro, y que pueda tomarlos como desde fuera. No se juzga la situación según una perspectiva que abstraiga de los dos términos contrastantes. En rigor, porque eso no es posible. Una presunta instancia neutra no sería conocimiento alguno.
  3. El conocimiento que sí se posee en esta situación, en la que se ve un cuerpo (aunque, por otra parte, se ignora su naturaleza), no es tan sólo un conocimiento visual. La visión de un cuerpo significa a la vez, para el entendimiento, la captación de un ente, es decir, de una realidad, de algo que es o existe. Por lo tanto, en el haber cognoscitivo de este caso no solamente hay una experiencia visual (sensorial), sino también una experiencia existencial. Para los intereses de Millán-Puelles no es relevante este hecho, que más bien podría enturbiar el objetivo, que es el de mostrar la diferencia entre «lo que conoce» la vista y el «qué» cuyo acceso está reservado al entendimiento. Si hubiera querido aludir a este aspecto de la situación se habría visto obligado a mostrar (y ello podría estropear la explicación) que la captación de las existencias es también cosa reservada al entendimiento. La experiencia de una existencia no es, ni puede ser, sensorial.
  4. Como tampoco la ignorancia detectada estriba en un pleno y completo desconocer el «qué» del cuerpo en cuestión. Como declara Millán-Puelles en La lógica de los conceptos metafísicos, es imposible captar de manera aislada la esencia o la existencia de un ente (ver pp. 188 ss). Por otro lado, el autor se esfuerza por mostrar que la expectativa del sujeto (de la que resulta el reconocimiento de su propia ignorancia), no es meramente subjetiva o cognoscitiva, sino que, por el contrario, tiene un fundamento real. Dicho fundamento es la terminante necesidad metafísica de que todo «algo» tenga un «qué», i. e., que todo ente tenga una esencia determinada (ver p. 253).
  5. En el ejemplo analizado nos limitamos al caso de una mera conceptualización, de una operación de simple aprehensión de un cuerpo. No interesan ahora el juicio ni el raciocinio, ni importan. Pues, como en todo problema acerca de una existencia (an sit), basta con un caso; como sucede, por ejemplo, en las pruebas de la existencia de Dios, limitadas en sus respectivos puntos de partida, con toda razón, a casos particulares, sin que sea relevante su posible universalidad: «hay cosas» que se mueven, «hay» causas eficientes, «hay» seres contingentes, etc.
  6. Así, pues, en la situación estudiada hay un conocimiento sensorial de un cuerpo, y al menos tres conocimientos intelectuales: a saber, la vivencia de la experiencia en su conjunto, la convicción de la existencia del cuerpo, y el concepto oscuro o confuso de la esencia de ese cuerpo. Hay, pues, respecto del cuerpo que vemos y que no entendemos, un conocimiento intelectual de su existencia y de su esencia: el primero, claro y explícito, y el segundo, confuso y remoto. La inteligencia capta la existencia determinada de una esencia (casi) ignorada.